De todas las batallas que se han librado a través de los siglos en esa zona del mundo conocida como la Tierra Santa, ninguna resalta más en nuestra mente que la que tuvo lugar en el valle de Ela (1 Samuel 17:2) en el año 1063 a. de J. C. Los registros señalan que sobre un monte, a un lado del valle, se encontraban congregados los temibles ejércitos de los filisteos, dispuestos a marchar directamente hacia el centro de Judá en el valle del Jordán. Sobre otro monte, al otro lado del valle, el rey Saúl también había puesto a sus huestes en orden de batalla para ir en contra de los filisteos.
Los historiadores indican que ambas fuerzas armadas contaban aproximadamente con el mismo número de tropas y poseían el mismo grado de destreza.
Sin embargo, los filisteos se las habían arreglado para mantener en secreto su admirable conocimiento en el arte de fabricar formidables armas de hierro para la guerra. El escuchar los martillazos sobre los yunques y ver las nubes de humo ascender hacia el cielo debe de haber acobardado a los soldados de Saúl, ya que hasta el guerrero más nuevo podía reconocer la superioridad de las armas de hierro sobre las de bronce que ellos poseían.