Sin tener idea del por qué de dicha entrevista, entramos al obispado con una gran sonrisa que va diluyéndose lentamente cuando escuchamos: “...hemos sentido, luego de orar, que el Señor desea que usted sirva en Su reino como maestro de la clase de...".Ahí se nos para la respiración, lo que provoca que en nuestra mente se agolpen todo tipo de pensamientos:
¿Yo, un maestro? Pero si en los exámenes orales bajaba como 5 kilos de tanto sudar por los nervios!!
¡Cómo voy a darle una clase al hermano Tal si él tiene años en la Iglesia! ¿qué le puedo enseñar?
¿Maestra de niños?¡Pero si me alegro más cuando los nietos se van que cuando llegan de visita!
Pero... el Señor pensó en mí... ¡es maravilloso!
¿Cómo funciona la inspiración?
¿A qué se refiere el obispo con “el Espíritu le guiará”?
¿Será verdad que recibiré revelación personal para saber cómo enseñar?
Salimos del obispado diciendo gracias sin estar muy seguros de por qué estamos agradecidos y aferrándonos al manual cual tabla de salvación. Esa primera semana leemos todo el material recibido. Oramos pidiendo claridad mental. Nos dedicamos a “escudriñar” las escrituras. Y cuando creemos que aplacamos nuestra ansiedad, pensamos: “¿y si cuando hacen el sostenimiento alguien levanta la mano en contra?"Pero eso no sucede.
Llega el gran día y sólo pensamos en que lo mejor que podría pasarnos es intoxicarnos con el desayuno; que el colectivo que nos lleva a la capilla equivoque el camino; que un tornado nos arrebate de la tierra; o que venga algún jinete del Apocalipsis y nos invite a cabalgar con él.Con una oración en nuestras mentes enfrentamos el desafío, sin saber que muchos también orarán con y por nosotros. Con el tiempo, apenas guardamos recuerdo de nuestra primera clase. Es muy probable que no recordemos qué enseñamos ni quienes estaban presentes. Al desarrollar el don que nos fue conferido al ser apartados, empezamos a coleccionar experiencias que corroboran la escritura de Doctrina y Convenios 50:22: ”el que la predica y el que la recibe se comprenden el uno al otro, y ambos son edificados y se regocijan juntamente”. Las “tormentas” que puedan hacernos naufragar en medio de una clase se convierten en experiencias que nos permiten “entregarnos en los brazos de Señor” para salir a flote.
Vemos en otros a “rescatistas” que saben por experiencia propia y nos tienden una mano. Descubrimos que las alabanzas de los hombres no son nada cuando escuchamos que la clase fue la respuesta a la oración de alguien. O cuando un niño lamentó nuestra ausencia y nos entrega un papel arrugado y pegoteado con caramelo en donde nos vemos reflejados con una enorme cabeza llena de rulos que ocupan toda la hoja y una sonrisa de oreja a oreja (que también dibujó con aros gigantes).
Nuestro primer llamamiento se convertirá en una fuente de anécdotas que realmente fortalecerán nuestra fe. Estaremos así llenando un poco más nuestro traje de discípulos de Cristo al seguir su ejemplo ayudando y acompañando a aquel que recibe su primera asignación en la Iglesia.